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azuldeblancos

pedazos de vida

Momentos de barra

Momentos de barra - Oye tio, que mi matrimonio está en crisis.
- ¿Por qué?, ¿qué pasa?
- Pues que dice que cada dia me quiere mas, que voy pa'lante en lugar de pa'tras.

Al camarero del Loiu, de Bilbao, por hacernos pasar buenos ratos tras muchas horas de agobiante trabajo.

Por cierto, si alguna vez pasais por allí, decidle que os duele el estómago, os dara un licor de miel espectacular.

Los días laborables

Los días laborables - Venga, Mario, levantate ya, que es tarde.
- Mmmm, nooo, se está tan calentito en la cama ...
- Venga, anda, si además ha nevado, está todo blanco. Verás, asómate a la ventana.
- ¡Ala! ¡qué guay! ¡cuánta nieve! ¡está todo blanco!
- Sí, pero venga, ya la verás al salir a la calle.
- No, no quiero ir, hoy paso, los días de nevada no deberían ser laborables, ¿por que no podemos bajar, hacer un muñeco de nieve de esos con posturas graciosas y echar una guerra de bolas?
- Pues porque los días laborables, son laborables y punto, si nevara en domingo, podrías hacer lo que quisieras.
- No, pero el domingo seguro que ya no hay nieve. Yo quiero jugar hoy, venga, vamos a aprovechar que nadie la ha pisado todavía. Además, a lo mejor está cortada la calle y todo y no podemos ir a ningún sitio.
- Mario, de verdad, a veces eres como un niño. Anda, a ver cómo explicarías en la oficina que no quieres ir porque tienes que jugar en la nieve.

Reconquistándome

Reconquistándome Entre bodas reales, obras faraónicas que cortan las arterias principales de la ciudad como el colesterol atasca la circulación de un cuarentón de mala vida, las agobiantes fechas navideñas, el arreglarse para las visitas olímpicas, peleas entre alcaldes y "presidentas", ideas absurdas sobre cómo regular el horario de cierre de los bares, incendios inexplicablemente incontrolables y demás, mi relación con Madrid, mi ciudad de nacimiento, crecimiento, divertimento y otras actividades estaba de capa caída desde hace varios meses.

Pues ayer Madrid se propuso reconquistar mi corazón, empleó sus mejores armas y lo consiguió. Sábado por la mañana, un sol que bañaba las calles a través de un aire limpio de contaminación, expulsada días atrás de esta ciudad por unos fuertes y fríos vientos que nos han lavado la cara a todos. Siento que entro en Madrid cuando paso sobre el Manzanares y la M-30 en el Puente de los Franceses; enfilo la Avenida de Valladolid y mientras avanzo entre elegantes árboles, pese a su desnudez, que flanquean la calzada, veo al fondo la blanca piedra del Palacio Real; cuando alcanzo Norte, la vieja estación cuya grandiosa cúpula de cristal me trae recuerdos con sonido de trenes y pasajeros despidiéndose, se ha convertido en un curioso centro comercial, con tiendas de las típicas cadenas de moda, restauración y ocio. Yo, en mi pelotilla (es como llamo a mi humilde Yaris) rodeo la Puerta situada en el centro de esta plaza y asciendo hasta Bailén por la Cuesta de San Vicente; por equivocación me he situado en el carril de la derecha, por donde teóricamente sólo pueden circular taxis y, tal como indica una señal, el servicio de Palacio; ya en Bailén , veo que hay cantidad de gente paseando por los Jardines de la Plaza de Oriente, gente disfrutando del sol, de los bancos de piedra, de las extensas vistas desde la balaustrada sobre Sabatini, de la amplia zona peatonal ahora sin pitidos, ni humos, ni autobuses, ni pasos de cebra, ni irrespetados semáforos. Ya a la altura de La Almudena, dispuesta a torcer por Mayor para dejar el coche y disfrutar del día a pie, observo con tristeza que El Anciano Rey de los Vinos ¡¡está cerrado!!, ¿qué le ha pasado a esta insustituible taberna madrileña para tener que cerrar sus puertas a los bebedores de vinos, cañas y vermús?; supongo que algún Cañas y Tapas o Gambrinus o uno de esos, expoliará aquel local poniendo cañas a 1,20 euros, eso sí, con tu minisartén con huevos rotos, gratis. Subir la calle Mayor es una delicia, el sol invade ambas aceras, por las que circulan, para arriba un numeroso grupo de turistas japoneses que se detienen boquiabiertos ante la autenticidad de la Plaza de la Villa, y para abajo, turistas británicos que hacen fotos a las pequeñas y numerosas calles que en ésta desembocan.

Llego a la Plaza Mayor, donde la calzada se sumerge bajo uno de los majestuosos arcos para esconder los vehículos que dejan ya la calle al antojo de los viandantes. Salgo del parking a pie por la Salida de Mayor, quiero atravesar esta plaza y ser parte de ella un ratito; me sorprende una gran sentada que se ha formado sobre sus desgastados adoquines; no había visto nunca este fenómeno, decenas de grupitos de variado origen: extranjeros, autóctonos, jovencitos, no tan jovencitos, parejas, familias de padres treintañeros de los que visten los fines de semana con botas de trekking y forro polar, las terrazas repletas, con luminosas cervezas en sus mesas y sus ocupantes con gafas de sol , y todo esto, bajo una intensa y cálida luz, y con las notas de Memory, la famosa pieza del musical Cats sonando en una travesera cuyo estuche en el suelo pide la voluntad. Abandono la plaza por la calle Zaragoza, no sin antes hacer una foto de esta maravilla popular con el móvil; avanzo por esta calle peatonal todavía escuchando la melodía de la travesera, que creo que ahora interpreta algo del maestro Albéniz.

Mi destino final es llegar a una conocida tienda de bicis al final de la Calle Atocha, cuando acabo de llegar a los primero números de ésta, frente al antiguo ministerio de exteriores, vuelvo la vista y vuelvo a enamorarme de las fachadas del Madrid Antiguo, del acierto de dejar este espacio sólo al caminante, del sonido del agua en una pequeña fuente, de las arcadas que dejan ver a través de ellas las rojizas paredes de esta gran corrala que es la Plaza Mayor.

Tras las compras en la famosa tienda, siento que la Plaza de Santa Ana desea que la visite, y yo no voy a disgustarla, claro. Para llegar hasta ella, paso por la calle Huertas y me paro a leer algunas de las citas incrustadas en el suelo, citas de Miguel Hernández, Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Lope de Vega (caballero que no podía faltar en este maravillosos barrio de las letras). Santa Ana está radiante, las fachadas de esta plaza son blancas, pero hoy brillan espectaculármente, casi me obligan a entrecerrar los ojos; voy a quedarme con ella un rato tomando una cañita, que ya es la hora del aperitivo. La cerveza, acompañada de una entrañable conversación nos tienta a quedarnos un ratito más, pero no, hay otro sitio hoy que sé que también espera que le visite.

Hace días que quiero comprar un libro algo complicado de encontrar, es un libro de cuentos llamado El Pececillo Secreto, del que desconozco el autor, y espero encontrarlo en la castiza Casa del Libro; Preciados está a reventar de gente comprando, así que enseguida me acerco a Descalzas, desde donde llega el Canon de Pachelbel en las notas de un violín; dejo a este instrumento y a su artista unas monedillas en su "caja de caudales" y dirijo mis pasos ya de vuelta a recoger mi Pelotilla, que el sol está dejando paso a las sombras cada vez más grandes, la temperatura ha bajado un par de grados y hay ganas de comer.

Fue un paseo precioso, un reencuentro con sus callejuelas, pasadizos, arcos y fachadas, con las primeras calles que fundaron esta gran ciudad a la que a veces detesto, pero que siempre será mi ciudad. Ella lo sabe, y por eso de vez en cuando se me muestra así de guapa.

ti, ti, ti, ti, ti

ti, ti, ti, ti, ti ¿Puedo cogerlo?, pregunté al padre de la criatura al ver que ya había dejado de llorar.
Claro, dijo pasándomelo con mucho cuidado.
Lo recibí en mis brazos con mucha delicadeza tratando de compensar mi poca experiencia en estos quehaceres. Me senté en el sofá mientras el pequeñín se acomodaba en el arrullo en que se convirtió mi regazo.
Yo le miraba, inevitable cuando se tiene un precioso bebé en brazos, y le decía las típicas cositas tontas “pero si ya eres todo un caballerito, cómo has crecido …” “… a ver estos deditos, y estos mofletillos, y esta pelotita que tienes en la nariz...”. La mirada que él me devolvía estaba llena de curiosidad, sus ojos reían cuando le pellizcaba la rechonchita nariz o cuando jugaba a taparle y destaparle la cara. Después de un rato torturándole noté que se le cerraban un poquito los ojos y de su boca se escaparon un par de bostezos, de modo que le estreché un poco más contra mí y comencé a mecerle con un suave balanceo. Pensé en cantarle una nana, pero ya he dicho que no tengo demasiada práctica con esto y no era capaz de recordar ninguna. Acerqué mi mejilla a la suya buscando el suave calor de sus coloretes, mientras el balanceo nos llevaba a los dos a un lugar aparte donde solo había tranquilidad, el suave movimiento y mi voz muy muy flojita al ritmo de mi enternecido corazón, susurrándole al oído ti, ti, ti, ti, ti ... No sé cuánto tiempo pasamos así, se quedó dormido y disfrutamos los dos de ese feliz momento.
Se lo contaré cuando sea mayor, ¿se acordará?

Ensayo sobre las lágrimas

Ensayo sobre las lágrimas Como una necesidad fisiológica las definiría un oftalmólogo, fundamentales para mantener la retina hidratada y mantener así la curvatura apropiada para un enfoque preciso. Son liberadas en estado normal, de forma continua en pequeñas e inapreciables dosis manteniendo el brillo vital de los ojos.

Un sistema de alerta ingeniado por el cuerpo humano para avisar de un dolor, de un fallo en algún punto de nuestro organismo. Surgen espontáneamente y fluyen por las mejillas en rápido descenso sin resultar alivio alguno del dolor causante. Al desaparecer apenas dejan señales de su paso, los ojos recuperan en breve su aspecto de normalidad.

Son llamadas a filas por las más poderosas emociones, alegría y tristeza extremas, aparentemente sin otra misión que cumplir más que maquillar las expresiones que adopta el rostro en esas circunstancias. Éstas parecen no mojar, parecen no pesar, parecen ausentes, carecen de importancia bajo el mando de esos sentimientos.

Contagiosas como un bostezo si entre dos personas gobierna el cariño sincero. Entonces son inevitables y persistentes, actúan al margen de la voluntad, pues si se detienen en uno, pronto serán reclamadas por las del otro. Consiguen en este caso dulcificar el dolor de ambos, pues al mostrarse hacen surgir la complicidad y un cálido sentimiento de arropo.

Desconsoladoras cuando las causa la soledad, no tienen intención de pavonearse ante nadie, sólo de acompañar en ese enorme espacio y tiempo. Salen lentamente, congestionando, encharcando el interior del párpado, desbordándose lentamente sobre las pestañas y cayendo finalmente en una cascada que al estrellarse lanzará miles de minúsculas gotas de dolor.

Amigas que se llevan el peso del dolor profundo temporalmente en esas ocasiones en las que, no sé cómo pero se sabe, eso de “necesito llorar y desahogarme”, cuando algo ilocalizable en nuestro interior llamado alma, duele y no hay método curativo posible.

A veces se equivocan, aparecen sin que sepamos porqué, sin que tengamos una razón obvia que las llame, lo que hace más difícil la tarea de hacerlas desaparecer. Puede que vayan acumulándose si no las dejamos salir cuando quieren, y aprovechen los momentos de debilidad en que descuidamos nuestro consciente para irrumpir en nuestra cotidianeidad.

Nunca son fáciles de olvidar, son poéticas y valiosas, y volverán fieles siempre que las llamemos, ya sea con una risa o un sollozo.

Ensayo sobre las lágrimas

Ensayo sobre las lágrimas Como una necesidad fisiológica las definiría un oftalmólogo, fundamentales para mantener la retina hidratada y mantener así la curvatura apropiada para un enfoque preciso. Son liberadas en estado normal, de forma continua en pequeñas e inapreciables dosis manteniendo el brillo vital de los ojos.

Un sistema de alerta ingeniado por el cuerpo humano para avisar de un dolor, de un fallo en algún punto de nuestro organismo. Surgen espontáneamente y fluyen por las mejillas en rápido descenso sin resultar alivio alguno del dolor causante. Al desaparecer apenas dejan señales de su paso, los ojos recuperan en breve su aspecto de normalidad.

Son llamadas a filas por las más poderosas emociones, alegría y tristeza extremas, aparentemente sin otra misión que cumplir más que maquillar las expresiones que adopta el rostro en esas circunstancias. Éstas parecen no mojar, parecen no pesar, parecen ausentes, carecen de importancia bajo el mando de esos sentimientos.

Contagiosas como un bostezo si entre dos personas gobierna el cariño sincero. Entonces son inevitables y persistentes, actúan al margen de la voluntad, pues si se detienen en uno, pronto serán reclamadas por las del otro. Consiguen en este caso dulcificar el dolor de ambos, pues al mostrarse hacen surgir la complicidad y un cálido sentimiento de arropo.

Desconsoladoras cuando las causa la soledad, no tienen intención de pavonearse ante nadie, sólo de acompañar en ese enorme espacio y tiempo. Salen lentamente, congestionando, encharcando el interior del párpado, desbordándose lentamente sobre las pestañas y cayendo finalmente en una cascada que al estrellarse lanzará miles de minúsculas gotas de dolor.

Amigas que se llevan el peso del dolor profundo temporalmente en esas ocasiones en las que, no sé cómo pero se sabe, eso de “necesito llorar y desahogarme”, cuando algo ilocalizable en nuestro interior llamado alma, duele y no hay método curativo posible.

A veces se equivocan, aparecen sin que sepamos porqué, sin que tengamos una razón obvia que las llame, lo que hace más difícil la tarea de hacerlas desaparecer. Puede que vayan acumulándose si no las dejamos salir cuando quieren, y aprovechen los momentos de debilidad en que descuidamos nuestro consciente para irrumpir en nuestra cotidianeidad.

Nunca son fáciles de olvidar, son poéticas y valiosas, y volverán fieles siempre que las llamemos, ya sea con una risa o un sollozo.

Lo apunto

Lo apunto El clásico trocito de papel amarillo que inventó un empleado de la 3M al reutilizar los restos de los pliegos adhesivos que iban a la basura. Pegados sobre la mesa, en la ventana, en el calendario, en el marco de la pantalla, enganchados en una pincita de las que te recuerdan las tareas; se entremezclan con otros de diversos colores y formas, azules, verdes, naranjas, blancos, rosas, redondos, pequeñitos, cortados a mi antojo, cuadrados, rectangulares, nubes, estrellas, flechas.

A veces decido hacer limpieza para que nuevas ideas, mensajes, números y nombres ocupen esos lugares; cada uno está en su lugar, no los muevo, porque sé que ése es su sitio, el que le asigné cuando lo escribí.
Permanecen inmóviles, obedientes, acompañándome en las largas horas de trabajo, aunque alguno no aguanta, se me revela y se despega.

Ni el organizador de mi outlook, ni el del pocket PC, ni el del móvil pueden suplirlos. Los uso todos ellos, guardan citas y contactos, me recuerdan tareas, pero no me pueden mostrar lo que me dan estos pedacitos de colores. Puede que empiece a escribir en uno y las palabras se amontonen, entonces pego otro a continuación, como haciendo una hoja infinita de cortos y numerosos renglones.
En unos la letra es casi ilegible, si estoy apuntando algo a toda prisa, con un lápiz o un boli elegido al azar del bote. Otras veces, me regodeo, con la pluma, hago la letra bonita, la mía, espero a que se seque la tinta para no correrla al pegarla con el dedo y entonces lo pongo en su lugar; "tú, aquí" pienso.
En alguna ocasión he intentado prescindir de ellos al no poderse actualizar, ordenar o buscar como una base de datos, pero a los pocos días han vuelto a rodearme. Y cuando me quiero dar cuenta, han invadido de nuevo mi mesa; mi despacho no parece un lugar serio, pero quien tiene que estar agusto soy yo ¿no?

Nota: hoy tocaba poco profunda.

Dos Mujeres

Dos Mujeres Dos mujeres

Las dos se enamoraron en los 60, a ritmo del Dúo Dinámico y Los Brincos.

Teresa, le conoció en el trabajo, eran compañeros y de ahí surgió todo. Se casaron dos años más tarde y, con mucho trabajo, consiguieron entrar en su primera casa, de alquiler. En pocos años reunieron los ahorros suficientes para comprar un pisito, en el que ya tenían que acomodar a dos niñas; llegaron más hijos y cambiaron ese pisito por uno más grande, en el que finalmente viviría toda una familia numerosa de ocho miembros y un perro. Él trabajaba de lunes a viernes hasta tarde, y los sábados por la mañana tenía otro trabajo para facilitar el llegar a fin de mes; Teresa, cuando los niños ya no la necesitaron tanto, volvió a trabajar, ayudando a su marido en una empresa que habían creado con otro matrimonio de amigos. Así pasaron los años, los hijos fueron creciendo, estudiaron, acabaron sus carreras, empezaron a trabajar, a comprarse sus propias casas, y fueron abandonando el hogar familiar poco a poco.

María era una jovencita muy ye-yé cuando conoció a su amor. Fue estando de vacaciones en un pueblecito pesquero de Galicia, ya casi en Asturias, él también estaba de vacaciones. Desde aquél momento, no se separaron, siguieron su noviazgo en Madrid, donde ambos vivían con sus familias. Como el resto de las parejas de la época, se casaron, se metieron en el primer pisito, y con los años y la llegada de los niños, tuvieron que cambiarse a otro más grande. Ella siempre se dedicó a él y a los niños, no descuidó su educación ni las atenciones a su marido; se levantaba con él a las cinco de la mañana para prepararle el desayuno, y lo mismo hacía con los tres niños. Ahora estos niños son jóvenes trabajadores, dos de ellos todavía viven en casa, y les quedan unos añitos aún.

Teresa y María se conocieron hace pocos años, puede que cinco, una hija de Teresa iba a irse a vivir con el hijo mayor de María. Mantenían de vez en cuando conversaciones telefónicas, intercambiaban saludos y felicitaciones navideñas por medio de los hijos, y se veían en alguna ocasión en la que coincidían, no solían ser encuentros buscados.

Hace tres años el destino quiso unirlas macabramente, ambos maridos tuvieron que enfrentarse casi a la vez a la noticia de que sufrían cáncer. Ambas mujeres tuvieron que asimilarlo, apoyarles y animarles. Se llamaban de vez en cuando para intercambiar noticias, últimos partes médicos, últimos tratamientos y últimas molestias. Teresa y María lucharon junto con sus maridos hasta el final, les acompañaron, les mimaron, les cuidaron y les animaron. Para el marido de Teresa el final llegó hace apenas trece meses, la enfermedad mermó todos sus órganos y le obligó a irse apenas sin oportunidad de despedirse, ni él, ni ella, ni sus hijos pensaron en que el final se estuviera acercando tan rápido. A María le informaron los médicos hace veinte días, que ya no había nada que hacer, que había llegado la hora de ir despidiéndose; ni ella ni sus hijos quisieron nunca que él se diera cuenta de aquello, y él tampoco quería darse cuenta, luchó durante 17 días contra lo inevitable.

María recibió el abrazo tristemente experimentado de Teresa en el tanatorio, mientras ambas eran incapaces de contener sus lágrimas; las dos en la misma situación, las dos solas, con mucha familia, muchos amigos, hijos e hijas, pero sin ellos, las dos conocerán a sus próximos nietos solas, a las dos les han robado esos años de envejecer junto a ellos. Teresa supo darle sabios consejos a María, supo animarla, hacerla sonreir y ayudarla a recordar a su marido con una sonrisa, sacarla durante unas horas del agujero negro y triste en que se encontraba, porque los consuelos de todos los demás presentes allí no eran lo mismo, sólo Teresa y María compartían el mismo sentimiento.

Dos mujeres que demuestran su fuerza, que saben que tienen muchos años por delante para ellas, y que tienen que vivirlos felices. Me maravilla verlas; miran ahora hacia un futuro lleno de pasado, cada día del resto de sus vidas algún recuerdo hará brotar una sonrisa en sus caras al devolverlas a cientos momentos de felicidad compartida con ellos; en realidad, cada día del resto de sus vidas ellos estarán con ellas.

El sol salió

Sí, salió, le costó encontrarme, pero ahora mismo ya me está calentando.
Muchas gracias a todos por vuestras palabras, sois unos cielotes; perdonad, pero en estos días no he podido escribir, aunque tenía la luz del sol, faltaban las palabras.
Muchísimas gracias y besos para todos.

Hoy tengo frío

Hoy tengo frío Hoy el sol no me calienta.

Es el sol brillante de invierno, ése que da la vida, que invita a los almendros a ir desperezando sus yemas y les alimenta de energía para concentrarla en crear las maravillosas flores blancas que nos saludarán dentro de pocas semanas.

Ese sol que permite a quien trabaja bajo su luz, disfrutar de un día luminoso, aprovechar el poder de sus rayos y dejar que temple los cuerpos que de otro modo templaría un fuego encerrado en un bidón.

El mismo sol que parece rejuvenecer a las mujeres que me cruzo en la calle, que hace brillar sus cabellos, colorea sus pieles y dilata sus pupilas; el que deja que sus sombras adopten en el suelo estilizadas siluetas.

Este sol que ha derretido el hielo formado durante su ausencia y que ha secado después la humedad. El que ha coloreado el blanco que cubría el campo al amanecer, de pardos, amarillos y verdes al mediodía.

Mi amigo, al que no dejo de buscar día tras día ilusionada al salir a cielo abierto, al que mis ojos rinden pleitesía entrecerrándose por no sentirse dignos de mirarte, al que siempre he entregado mi cara pidiendo recibir sus caricias, el que me da color de vida, el que me mima cuidando que no me hiele el aire la garganta y los pulmones.

Hoy, querido sol, sé que estás, pero no te siento. Hoy el mundo disfruta de ti, pero a mí no llegas. Hoy mi sonrisa no refleja tu luz. Hoy no consigues derretir mis problemas para que yo pueda derramarlos. Hoy estoy tan triste y helada que tu poderoso calor resulta débil. Hoy no puedes secar mis lágrimas.

Vuelve a salir mañana para mí, y búscame otra vez. Desearé que me encuentres.

El nombre

El nombre Un sobrinito nuevo está viniendo. La ecografía ya ha evidenciado que es un niño. La futura madre estaba convencida de que iba a ser una niña y ya tenía pensado el nombre: Ana. También había supuesto el padre que podía ser un niño, en ese caso le llamarían Álvaro. Ahora ya no les pega ese nombre para el niño, y están pensando en otros.

Lo he meditado con calma y he conseguido hacerles sólo tres propuestas de nombres que me gustarían para él:
Marcos. Es un nombre cortito, sencillo, pero no muy frecuente. Lo mismo me pega para un niño que aprende a hablar, que para un chavalito de 12 años que baja a jugar al fútbol con sus amigos, que para un chico de 20 años que está buscando su primer trabajo serio.
Eduardo. Me suena genial. Este es perfecto. Podemos además buscar un diminutivo para que su hermano mayor, que está aprendiendo a hablar ahora, pueda referirse a él: Tito (Edu nunca que me ha gustado).
Gustavo. Este también me pega para cualquier edad. Sus mejores amigos y su tía favorita (osea, yo) le llamaremos cariñosamente Gus; está bien, también podrán llamarle así sus padres y el resto de la familia; vale, y también su novia, cuando la tenga, pero para eso falta mucho tiempo.

Estas han sido mis propuestas. Yo siempre he pensado que el nombre que tenemos es muy importante, nos acompañará toda la vida, nos recordarán por él, les recordará a nuestros seres queridos a nosotros cuando lo oigan, harán bromas en el cole nuestros compañeros si es que nuestro nombre se presta a ello (y si no, ya se buscarán cómo fastidiarte, que los niños cuando quieren son muy crueles), lo rellenaremos en miles de formularios a lo largo de nuestra vida y lo tendremos que decir a un montón de señoritas que tomen nuestros datos por diversas razones, ... Por todo esto, tiene que ser fácil de pronunciar, fácil de recordar, tiene que sonar bien, no ser el de algún famosete de tres al cuarto que pase de moda, ser original, pero sin pasarse o la gente te tomará por una mascota, no ser el que se impone en este año, o todos los de tu clase se llamarán igual, ...

Fijaros si es importante, que en los blogs casi todos lo ocultamos como un preciado tesoro y nos damos a conocer por un pseudónimo (aunque a mí me gusta el que me pusieron mis padres).

¿me proponeis alguno?

El nombre

El nombre Un sobrinito nuevo está viniendo. La ecografía ya ha evidenciado que es un niño. La futura madre estaba convencida de que iba a ser una niña y ya tenía pensado el nombre: Ana. También había supuesto el padre que podía ser un niño, en ese caso le llamarían Álvaro. Ahora ya no les pega ese nombre para el niño, y están pensando en otros.

Lo he meditado con calma y he conseguido hacerles sólo tres propuestas de nombres que me gustarían para él:
Marcos. Es un nombre cortito, sencillo, pero no muy frecuente. Lo mismo me pega para un niño que aprende a hablar, que para un chavalito de 12 años que baja a jugar al fútbol con sus amigos, que para un chico de 20 años que está buscando su primer trabajo serio.
Eduardo. Me suena genial. Este es perfecto. Podemos además buscar un diminutivo para que su hermano mayor, que está aprendiendo a hablar ahora, pueda referirse a él: Tito (Edu nunca que me ha gustado).
Gustavo. Este también me pega para cualquier edad. Sus mejores amigos y su tía favorita (osea, yo) le llamaremos cariñosamente Gus; está bien, también podrán llamarle así sus padres y el resto de la familia; vale, y también su novia, cuando la tenga, pero para eso falta mucho tiempo.

Estas han sido mis propuestas. Yo siempre he pensado que el nombre que tenemos es muy importante, nos acompañará toda la vida, nos recordarán por él, les recordará a nuestros seres queridos a nosotros cuando lo oigan, harán bromas en el cole nuestros compañeros si es que nuestro nombre se presta a ello (y si no, ya se buscarán cómo fastidiarte, que los niños cuando quieren son muy crueles), lo rellenaremos en miles de formularios a lo largo de nuestra vida y lo tendremos que decir a un montón de señoritas que tomen nuestros datos por diversas razones, ... Por todo esto, tiene que ser fácil de pronunciar, fácil de recordar, tiene que sonar bien, no ser el de algún famosete de tres al cuarto que pase de moda, ser original, pero sin pasarse o la gente te tomará por una mascota, no ser el que se impone en este año, o todos los de tu clase se llamarán igual, ...

Fijaros si es importante, que en los blogs casi todos lo ocultamos como un preciado tesoro y nos damos a conocer por un pseudónimo (aunque a mí me gusta el que me pusieron mis padres).

¿me proponeis alguno?

Rincones

Rincones De vez en cuando, encuentro rincones curiosos, objetos que permanecen en el tiempo con toda su personalidad entre otro montón de cosas con las que no guardan ninguna relación.
Estaba entrando el tren a Madrid, por las vías que parecen esquivar las grandes y acristaladas torres de oficinas de Méndez Álvaro, el luminoso y ostentoso centro comercial, la estación de autobuses, la congestionada M-30, los altos bloques de viviendas y algunas que otras naves y talleres.
Allí la encontré: abriéndose un íntimo espacio entre todas esas prepotentes edificaciones. Era una sencilla casita con tejado a dos aguas; tejas de color teja, como deben ser; paredes de ladrillos todos distintos unos de otros creando una original y heterogénea textura en el muro; una sencilla puerta de entrada desde una calle que no era calle ni jardín, era tierra; una balconada que recorría los pocos metros de fachada y a la que se asomaban cuatro ventanas con persianas de madera; unas cuerdas de tender la ropa se extendían a lo largo de esa balconada, sosteniendo únicamente prendas de tonos rojos.
Pensé ¿será que vive tanta gente en esa pequeña casita, que tienen prendas suficientes de color rojo entre todos como para hacer una colada completa? ¿será que quien vive allí ha trabajado durante estas fiestas de Papá Noel en alguno de esos agobiantes centros comerciales?
No sé cómo será la vida en esa casita, no sé cómo serán sus habitantes, pero sí sé que esa casa mostraba un extraño orgullo. Ella, insignificante, permanece allí con el paso del tiempo.

Y que sea mucho tiempo, se lo merece.

Rincones

Rincones De vez en cuando, encuentro rincones curiosos, objetos que permanecen en el tiempo con toda su personalidad entre otro montón de cosas con las que no guardan ninguna relación.
Estaba entrando el tren a Madrid, por las vías que parecen esquivar las grandes y acristaladas torres de oficinas de Méndez Álvaro, el luminoso y ostentoso centro comercial, la estación de autobuses, la congestionada M-30, los altos bloques de viviendas y algunas que otras naves y talleres.
Allí la encontré: abriéndose un íntimo espacio entre todas esas prepotentes edificaciones. Era una sencilla casita con tejado a dos aguas; tejas de color teja, como deben ser; paredes de ladrillos todos distintos unos de otros creando una original y heterogénea textura en el muro; una sencilla puerta de entrada desde una calle que no era calle ni jardín, era tierra; una balconada que recorría los pocos metros de fachada y a la que se asomaban cuatro ventanas con persianas de madera; unas cuerdas de tender la ropa se extendían a lo largo de esa balconada, sosteniendo únicamente prendas de tonos rojos.
Pensé ¿será que vive tanta gente en esa pequeña casita, que tienen prendas suficientes de color rojo entre todos como para hacer una colada completa? ¿será que quien vive allí ha trabajado durante estas fiestas de Papá Noel en alguno de esos agobiantes centros comerciales?
No sé cómo será la vida en esa casita, no sé cómo serán sus habitantes, pero sí sé que esa casa mostraba un extraño orgullo. Ella, insignificante, permanece allí con el paso del tiempo.

Y que sea mucho tiempo, se lo merece.

solo de chelo

solo de chelo Una soledad deseada.
Sólo él; se oye suavemente el sonido cálido y profundo de la crin tensa transmitiendo una tenue vibración a las cuerdas, ampliada por el acogedor espacio encerrado en la madera de sinuosa forma.
Los dedos de una mano en el mástil mantienen la complicidad con la graciosa muñeca de la otra, que decide con una caprichosa sabiduría la dirección de movimientos del arco en su afán de virar de notas graves a agudas.
Parece que el músico abraza al instrumento a medida que se va conformando una melodía que nunca volverá a sonar igual; cada solo de chelo es único e irrepetible.