Entre bodas reales, obras faraónicas que cortan las arterias principales de la ciudad como el colesterol atasca la circulación de un cuarentón de mala vida, las agobiantes fechas navideñas, el arreglarse para las visitas olímpicas, peleas entre alcaldes y "presidentas", ideas absurdas sobre cómo regular el horario de cierre de los bares, incendios inexplicablemente incontrolables y demás, mi relación con Madrid, mi ciudad de nacimiento, crecimiento, divertimento y otras actividades estaba de capa caída desde hace varios meses.
Pues ayer Madrid se propuso reconquistar mi corazón, empleó sus mejores armas y lo consiguió. Sábado por la mañana, un sol que bañaba las calles a través de un aire limpio de contaminación, expulsada días atrás de esta ciudad por unos fuertes y fríos vientos que nos han lavado la cara a todos. Siento que entro en Madrid cuando paso sobre el Manzanares y la M-30 en el Puente de los Franceses; enfilo la Avenida de Valladolid y mientras avanzo entre elegantes árboles, pese a su desnudez, que flanquean la calzada, veo al fondo la blanca piedra del Palacio Real; cuando alcanzo Norte, la vieja estación cuya grandiosa cúpula de cristal me trae recuerdos con sonido de trenes y pasajeros despidiéndose, se ha convertido en un curioso centro comercial, con tiendas de las típicas cadenas de moda, restauración y ocio. Yo, en mi pelotilla (es como llamo a mi humilde Yaris) rodeo la Puerta situada en el centro de esta plaza y asciendo hasta Bailén por la Cuesta de San Vicente; por equivocación me he situado en el carril de la derecha, por donde teóricamente sólo pueden circular taxis y, tal como indica una señal, el servicio de Palacio; ya en Bailén , veo que hay cantidad de gente paseando por los Jardines de la Plaza de Oriente, gente disfrutando del sol, de los bancos de piedra, de las extensas vistas desde la balaustrada sobre Sabatini, de la amplia zona peatonal ahora sin pitidos, ni humos, ni autobuses, ni pasos de cebra, ni irrespetados semáforos. Ya a la altura de La Almudena, dispuesta a torcer por Mayor para dejar el coche y disfrutar del día a pie, observo con tristeza que
El Anciano Rey de los Vinos ¡¡está cerrado!!, ¿qué le ha pasado a esta insustituible taberna madrileña para tener que cerrar sus puertas a los bebedores de vinos, cañas y vermús?; supongo que algún Cañas y Tapas o Gambrinus o uno de esos, expoliará aquel local poniendo cañas a 1,20 euros, eso sí, con tu minisartén con huevos rotos, gratis. Subir la calle Mayor es una delicia, el sol invade ambas aceras, por las que circulan, para arriba un numeroso grupo de turistas japoneses que se detienen boquiabiertos ante la autenticidad de la Plaza de la Villa, y para abajo, turistas británicos que hacen fotos a las pequeñas y numerosas calles que en ésta desembocan.
Llego a la Plaza Mayor, donde la calzada se sumerge bajo uno de los majestuosos arcos para esconder los vehículos que dejan ya la calle al antojo de los viandantes. Salgo del parking a pie por la Salida de Mayor, quiero atravesar esta plaza y ser parte de ella un ratito; me sorprende una gran sentada que se ha formado sobre sus desgastados adoquines; no había visto nunca este fenómeno, decenas de grupitos de variado origen: extranjeros, autóctonos, jovencitos, no tan jovencitos, parejas, familias de padres treintañeros de los que visten los fines de semana con botas de trekking y forro polar, las terrazas repletas, con luminosas cervezas en sus mesas y sus ocupantes con gafas de sol , y todo esto, bajo una intensa y cálida luz, y con las notas de
Memory, la famosa pieza del musical
Cats sonando en una travesera cuyo estuche en el suelo pide la voluntad. Abandono la plaza por la calle Zaragoza, no sin antes hacer una foto de esta maravilla popular con el móvil; avanzo por esta calle peatonal todavía escuchando la melodía de la travesera, que creo que ahora interpreta algo del maestro Albéniz.
Mi destino final es llegar a una conocida tienda de bicis al final de la Calle Atocha, cuando acabo de llegar a los primero números de ésta, frente al antiguo ministerio de exteriores, vuelvo la vista y vuelvo a enamorarme de las fachadas del Madrid Antiguo, del acierto de dejar este espacio sólo al caminante, del sonido del agua en una pequeña fuente, de las arcadas que dejan ver a través de ellas las rojizas paredes de esta gran corrala que es la Plaza Mayor.
Tras las compras en la famosa tienda, siento que la Plaza de Santa Ana desea que la visite, y yo no voy a disgustarla, claro. Para llegar hasta ella, paso por la calle Huertas y me paro a leer algunas de las citas incrustadas en el suelo, citas de Miguel Hernández, Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Lope de Vega (caballero que no podía faltar en este maravillosos barrio de las letras). Santa Ana está radiante, las fachadas de esta plaza son blancas, pero hoy brillan espectaculármente, casi me obligan a entrecerrar los ojos; voy a quedarme con ella un rato tomando una cañita, que ya es la hora del aperitivo. La cerveza, acompañada de una entrañable conversación nos tienta a quedarnos un ratito más, pero no, hay otro sitio hoy que sé que también espera que le visite.
Hace días que quiero comprar un libro algo complicado de encontrar, es un libro de cuentos llamado El Pececillo Secreto, del que desconozco el autor, y espero encontrarlo en la castiza Casa del Libro; Preciados está a reventar de gente comprando, así que enseguida me acerco a Descalzas, desde donde llega el Canon de Pachelbel en las notas de un violín; dejo a este instrumento y a su artista unas monedillas en su "caja de caudales" y dirijo mis pasos ya de vuelta a recoger mi Pelotilla, que el sol está dejando paso a las sombras cada vez más grandes, la temperatura ha bajado un par de grados y hay ganas de comer.
Fue un paseo precioso, un reencuentro con sus callejuelas, pasadizos, arcos y fachadas, con las primeras calles que fundaron esta gran ciudad a la que a veces detesto, pero que siempre será mi ciudad. Ella lo sabe, y por eso de vez en cuando se me muestra así de guapa.