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Cuentos

El cuento del otro país de nunca jamás

El cuento del otro país de nunca jamás Existe un país de nunca jamás muy diferente de ese otro que todos conocimos de niños (y de mayores). Este del que os hablo se llama así porque nadie desearía vivir allí nunca jamás.

Es un pais donde la luz es oscura, las sombras queman y la lluvia seca las calles y mata las plantas.

Los caminos no tienen principio ni final, no llevan a ninguna parte ni traen de ninguna otra.

Las mariposas no vuelan, reptan, y los pájaros no cantan, gritan.

La música es desagradable, solo se cantan canciones sin letra.

Las sonrisas son feas y las carcajadas están afónicas.

Allí el tiempo va saltos, los minutos se esperan unos a otros para pasar de golpe por delante de tus narices burlándose de tí y las horas se desordenan.

Los amigos se odian, quedan para discutir y odiarse más aún porque así son menos felices.

Las parejas se engañan, los besos duelen, los abrazos ahogan y las caricias pican.

Los niños no juegan, descansan, no aprenden, olvidan, no les gusta pintar, ni inventar, ni reir y se les regaña cuando se portan bien.

El agua da sed, los caramelos envenenan, el café es un somnífero y el chocolate está prohibido.
Sólo está permitido beber con el objetivo de emborracharse, cualquier otro uso del alcohol es delito.

Allí el que es feliz es un desgraciado, y el desgraciado está feliz de serlo. No se llora ni se rie, las sorpresas se esperan y los regalos se compran.

Según se cuenta, cada vez que alguno de nosotros reconoce sentirse feliz, un habitante del país de nunca jamás es mandado al exilio a nuestro mundo, que no es un mundo perfecto, pero que a ellos les parece el paraíso. Así que tenemos que tratar de ser buenos anfitriones.

y tú, ¿a cuántos te has traido al "exilio"?

La vida de una piedra

La vida de una piedra Él sabía lo que tenía que encontrar, sólo necesitaba quitar toda la materia que cubría ese rostro que tan bien conocía.
Como un excavador de tesoros, comenzó a eliminar lascas de la parte inferior de la roca, y así fueron apareciendo sus pies descalzos, recibiendo las cosquillas del final de su falda.
Fue subiendo, profundizando más en el inanimado bloque de granito hasta conseguir estrechar un cordón a su cintura, y fue meticuloso limpiando los restos que entropecían las hebras de aquél cordón.
Con fuerza y suavidad limpió los pliegues de su blusa, dejando ver la seda de la que estaba compuesta. Dejó que los codos asomaran y elevaran hacia el rostro, aún sin descubrir, las pequeñas manos al final de unos estilizados y ligeros brazos. Tras aquellas manos entrelazadas que rozarían la barbilla, tenía que encontrar el cuello, un cuello levantado sobre unas clavículas que sólo podían resumirse en delicadeza.
Limpió hasta conseguir la suavidad que él recordaba en esa piel, y su tersa prolongación hacia la mandíbula, los tímidos labios, las mejillas aterciopeladas, la nariz larga de la que ella tanto se había quejado. Dedicó especial interés a dejar bien limpia la expresión de sus ojos, sus grandes pupilas rodeadas del azul del mar, la firmeza de unas cejas que jamás dejaron duda de la franqueza de su mirada.
Liberó el resto de la cabeza de todo el material adherido a ella, fragmento tras fragmento, hasta que su cabello recogido dejó caer un par de mechones como cuando el viento del norte desmontaba su peinado. Aparecieron también bajo esos kilos de piedra las pequeñas orejas que le habían enloquecido, y de ellas colgaban unos pequeños pendientes de malaquita que él recordaba ver oscilando con cada uno de sus diminutos movimientos.
-Lucía, amor, espero que ahora te sientas mejor, sin toda esa piedra sin sentido escondiéndote del mundo. Yo sí te veo mejor, ahora puedo de nuevo cobijarme en tu mirada.

Imagen: fotografía de Jennifer Bowles

escondida

escondida Esta mañana me he levantado y tenía doce años. He cogido mi diario, aunque no recuerdo haber tenido nunca uno, y me he escondido en un armario a escribir en él. Me he sorprendido escribiendo de arriba a abajo y con caracteres chinos. He debido contar una historia muy triste, porque tras rellenar tres páginas con esos garabatos de tinta negra, dos lágrimas han caído de mis ojos y han emborronado todo lo que había escrito. Han quedado tres páginas manchadas pero muy bonitas, así que las he arrancado, y las he colgado de la pared de mi cuarto con tres chinchetas.

No he entendido nada, pero como nadie me ha visto, esto queda entre yo y mi otra yo de doce años.

Imagen:fotografía de Chema Madoz (1997)

Con la corriente

Con la corriente Este cuento comienza con un árbol. Un árbol que había crecido durante años junto a un caudaloso río, por el que, fuera la estación del año que fuera, siempre corría apresurada el agua, esquivando rocas, acariciando guiijarros, refrescando musgos y salpicando límpidas gotas en sus numerosas caídas. Pero volvamos al árbol, su esqueleto era fuerte y resistente en invierno, por primavera florecía presumidamente, sus hojas eran numerosas y grandes en verano, y para el otoño ya había conseguido que de sus ramas colgaran jugosos y prometedores frutos.

Todas sus ramas crecían obedientemente sobre la tierra, excepto una, que crecía hacia el cielo sobre el cauce del río. El castigo del árbol a esta indisciplinada rama era que de ella florecieran menos flores que de las demás, flores que nunca conseguían convertirse en fruto, pese a que lo intentaban año tras año. Pero llegó un verano distinto a los anteriores, el árbol vió que en esa rama unas hojas habían acurrucado y conservado cual si de un cálido nido de gorriones se tratase a un pequeño fruto de pálido color que se abría paso a la vida. Pasaron los días y esas protectoras hojas fueron separándose, despacio y con delicadeza para que el sol y el viento no dañaran el preciado fruto; éste fue adquiriendo colores más vivos a medida que su tamaño aumentaba, hasta que se convirtió en un precioso fruto rojo casi perfectamente redondo.

El árbol del que había crecido se mostraba ahora algo orgulloso a la vez que preocupado, ya que el fruto tarde o temprano caería, pero no como los demás, éste lo haría sobre el lecho del río, de donde las aguas se lo llevarían lejos, muy lejos de allí. Por ello, trató de que esa rama que crecía huyendo del suelo firme, ramificara en nuevos y flexibles tallos que recogieran al fruto al caer y lo hicieran rodar cual tobogán hasta la orilla; de esa forma podría verlo crecer junto a él. Pero la valiente bolita roja no tenía los mismos planes, creció todo lo que pudo y un buen día comenzó a balancearse insistentemente ayudado por fuertes rachas de viento, hasta que el esforzado pecíolo que lo sostenía de la rama cedió. Entonces el fruto disfrutó de un vuelo de tan sólo unos metros, cayó sobre las aguas, y viajó con la corriente; se dejó llevar por ella, quería saltar, hundirse, ver los fondos y volver a flotar, quería ver nuevos lugares, otros amaneceres, y quizá, algún día, encontraría algún lugar apacible de la orilla donde descansar e integrarse allí con la naturaleza y, agradecido a la corriente que le llevó, se separaría de ella.

El final del cuento seguro que lo conoceis ¿nunca habeis visto un árbol solo o rodeado por otros distintos a él?

Caprichos caprichosos

Caprichos caprichosos Paso cerca de una tienda de cafes y el aroma tostado que sale de ella me avisa

"oye, que estoy aquí, no me buscabas pero me has encontrado, recógeme, no me dejes perdido entre todos los demás, si me escoges a mí, te regalaré gratas sensaciones, te daré siempre los buenos días cargados de fuerza, te arroparé en el frío de la siesta y te acompañaré a la cama por la noche para que tengas cálidos y divertidos sueños"


Y yo, cómo voy a resistirme, entro en la tienda y me llevo un paquete de café keniano molido especialmente para cafetera de goteo.

Al llegar a una pequeña vinería de la Cava Baja de Madrid donde he quedado con unos amigos para charlar y reirnos al ritmo de unas cañas bien tiradas, una de las botellas de la barra gira su etiqueta hacia mí llamando mi atención sobre su atractivo diseño y su apariencia de renombre; no sé cómo, el caldo de su interior penetra a través de mi olfato, y me susurra

"me deseas, sabes que te voy a sorprender cuando me huelas de cerca, cuando creas tocar mi afrutado cuerpo a través del cristal, cuando me mezas para observar la transparencia de mi gradiente y cuando por fin acaricie tu boca, sabrás aprovechar de mí toda la riqueza con la que he sido preparado; y si tomas lo que te ofrezco sin engañarme después con algún otro espirituoso de dudosas intenciones, yo entonces te lo agradeceré dejando que tus mejores pensamientos inunden tus palabras, te envolveré con un embriagador abrazo, coloreando con mi calor tus sonrientes mejillas, y disfrutando contigo de estos grandes momentos de felicidad sin obligaciones"


Está bien, no tienes que insistir tanto, hoy te prefiero a tí, pero no te tomes a mal que otro día me quede con las refrescantes y ligeras rubias, que hay momentos para todo.

Al salir de las cajas de un centro comercial, veo que un montón de libros se han apilado ordenadamente para conseguir alzar triunfante a uno de ellos, el que se ha colocado en la cumbre de tan sabia pirámide. Me acerco a él, y leo el mensaje que esconde entre las letras de sus sedosas páginas:

"por fin nos conocemos, llevo algún tiempo buscándote, te he perseguido por librerías y almacenes, pero la agresiva competencia que sufro siempre consigue empujarme al fondo de las estanterías, donde un libro delgadito como yo ya puede considerarse exiliado; hoy estos buenos amigos que me han elevado hasta tu vista, me están dando probablemente la única oportunidad de mi vida, tú sabrás leerme y entender mis juegos de palabras, y seguro que tienes un minúsculo espacio en tus estanterías donde yo pueda sentirme cómodo y tú me encuentres siempre que quieras"


Muy bien, yo te haré un huequito en mi casa, y trataré de encontrar lo mejor que escondes entre tus renglones, no puedo decepcionar a tus numerosos e ilustrados amigos que tanta molestia se están tomando por tí.

Tenía la noche libre, sin planes, y no me apetecía quedarme en casa ¿qué podré ver en el cine?; en la larga lista de la programación encontré títulos vacíos, otros llenos de estupidez, otros tras los cuales no hay más que la típica película sin imaginación y con actores guapos guapísimos sin más. Un título, por el que he pasado de largo al no parecerme en absoluto interesante me grita ofendido

"eh tú, no deseches tan rápido la idea, ni siquiera me conoces, ni te han hablado de mí ¿qué te dice que no te valgo?; ya, yo no tengo buena fotogradía, ni famosos actores ni glamurosas actrices, mi banda sonora no la firma ningún músico famoso de Hollywood, ni me han ayudado con una poderosa campaña de marketing, pero tengo algo muy interesante que contarte, te voy a hablar de soledad, de fracaso, de apuros y de desamores, pero tras todo esto voy a mostrarte el valor de una verdadera amistad envuelta en originales escenas cómicas y drámaticas embotelladas en un Pinaud del 61, te voy a hablar de una buena persona a la que a fuerza de ser buena, la vida finalmente le sonreirá, y te apuesto el precio de las entradas a que no te defraudaré".


A estas palabras, que me sonaron a crítica de verdad ajena a los índices de taquilla, hay que hacerles caso, al fin y al cabo, más sabrá ella de sí misma que yo, que no había oído hablar de "Entre Copas" nunca.

Volví a casa, preparé la cafetera con esa especialidad de Kenia que había comprado por la mañana, todavía con el gusto a buen vino que me había dejado la acertada película en la boca y me dispuse a leer un ratito el libro recién adquirido antes de ir a la cama.

Hormiguita

Hormiguita Esta es la historia de una hormiguita que trabajaba mucho, mucho, como muchas de sus compañeras, pero os contaré sólo su caso, tal como me lo contó a mí; le gustaba trabajar porque siempre, en cada uno de los recorridos que hacía desde el hormiguero en busca de alguna valiosa cáscara de pipa, aprendía cosas nuevas, conocía lugares distintos, y volvía henchida de orgullo al hormiguero agotando sus fuerzas con la pesada y valiosa carga sobre sus espaldas. Pero nuestra hormiguita tenía un problema, algunos días, cuando comenzaba la jornada y sus tareas de búsqueda y recolección de provisiones, deseaba poder olvidarse de sus obligaciones y perderse entre las flores, caminar sobre sus suaves pétalos y beber su dulce néctar, saltar de los trampolines que eran las elásticas briznas de hierba, trepar por trepar a lo más alto de un árbol y saludar al sol de cerca, todo lo cerca que podía, perderse por nuevos caminos, jugar a agitar las hojas para ver el espectáculo de las gotas de rocío al caer y chocar contra el suelo, descansar apoyada en un tallo y escuchar el sonido de su mundo, encontrarse con sus amigos la abeja, el escarabajo, la mariposa y el mosquito y pasar con ellos agradables momentos charlando y riendo. Pero nada de esto podía hacer si en el hormiguero se exigía doble jornada de trabajo porque la primavera había llegado tarde y el verano iba a irse pronto, excusas que año tras año esgrimían sus superiores; además en el hormiguero siempre gustaban más los alimentos que ella traía, decían que ella hacía el trabajo mejor y por tanto, le encargaban más tareas.

Por eso cuando llegaba su día libre, intentaba aprovecharlo al máximo, todo lo que sus mermadas fuerzas le permitían, y aunque empezaba de nuevo el lunes (las hormigas llaman lunes a su primer día de trabajo tras el descanso aunque para ellas no existan las semanas) bastante cansada físicamente, lo hacía con ganas, porque tenía en su cabeza todo lo que había disfrutado en su descanso y deseaba que llegara de nuevo y cuanto antes el siguiente día libre.

hay ángeles entre nosotros

hay ángeles entre nosotros - ¡Mamá! ¿no lo has visto? ¡acaba de pasar un señor con dos alas llenas de plumas blancas!.
- No hija, no lo he visto, ¿por dónde ha pasado? , le dijo su madre a Lara.
- ¡pero si se ha cruzado con nosotras! ¡cómo puede ser que no lo hayas visto!- rechistó Lara. - ¡mira! ¡parece que ha perdido una de las plumas!.- Lara avanzó un par de pasos y recogió una blanquísima y esponjosa pluma que reposaba en la superficie de un oscuro charco.
- Se le habrá salido a alguien del abrigo, Lara, ¡no digas tonterías!.- explicó su madre. - Anda, no te entretengas y vamos a casa que parece que va a empezar a llover otra vez.
Lara obedeció, volvió a acercarse a su madre y cogió de nuevo su mano mientras emprendían el camino a casa. En la otra mano mantenía la pluma con sumo cuidado, acariciando su suavidad delicadamente mientras le buscaba un sentido a aquél señor con grandes alas blancas y paso apresurado.

La madre de Lara tenía un sexto sentido para la meteorología, tal como ella vaticinó, comenzó a chispear, los transeúntes aligeraron sus pasos, y los coches empezaron a hacer funcionar sus limpiaparabrisas. En pocos minutos la lluvia ya era copiosa, de la que cala hasta los huesos. Lara y su madre estaban empapadas de pies a cabeza, corrían todo lo que podían, pero una pareja formada por madre e hija cogidas de la mano, digamos que no es la mejor asociación para correr los cien metros lisos. Lara quiso secarse un poco la cara, ya que chorreaba y las gotas en sus gafas no le dejaban ver prácticamente nada; ahí fue cuando se dio cuenta de que la pequeña pluma que llevaba todavía en la mano, estaba completamente seca, miró a uno y otro lado buscando aquella presencia, pero no la encontró. Pararon frente al paso de cebra que las separaba del portal, cuando un coche, que venía a toda velocidad, perdió el control, patinó sobre el gran charco que se había formado en la entrada de esa calle y era invariablemente dirigido por su inercia hacia donde se encontraban Lara y su madre. Todo sucedió muy rápido, Lara pensó No, Dios mío, todavía no, soy joven, y mi madre acaba de cumplir los 65 años, déjala jubilarse y disfrutar de la tercera edad. Apenas transcurrieron dos segundos, apretó fuerte la mano de su madre y el otro puño, en el que guardaba la pluma; ahora le vió, estaba al otro lado de la calle, simplemente soplando; su delicado pero poderoso soplo hizo que el gran árbol bajo el que Lara había jugado de pequeña, se desplomara en la calzada antes de que aquel coche llegara a ellas, y amortiguó el golpe de éste contra su tronco gracias a sus numerosas y frondosas ramas. Las dos habían caído al suelo del susto o del miedo, Lara no lo sabía muy bien; se levantó, ayudó a su madre a incorporarse y señaló con el dedo al otro lado de la calle, donde ya no había nadie, sólo curiosos que iban acercándose. Algo perpleja, bajo la mano y calló, ¿para qué iba a decir nada? ¿quién iba a creer a una mujer de 30 años que paseaba con su anciana madre en un día de intensa lluvia relatando un encuentro con un ángel?

Desde ese día, Lara no ha vuelto a verle, no le busca con la mirada, no le echa de menos, sabe que está cerca de ella y en el fondo, prefiere que sea así. Ojalá tarde mucho en volver a verle, porque entonces ese día, necesitará de nuevo su ayuda.

Una entre muchas

Una entre muchas A es su nombre, A es su identidad, A es su sentido, A es su sonido.
Es una entre muchas, ella es única e insustituible, pero no se encuentra a sí misma, no se siente individual, sino que es frecuentemente arrastrada y obligada a rodearse de otras con las que debe crear palabras que a ella no le apetece crear; A se resigna, sabe que para eso existe, y para nada más, se debe a la función para la que fue creada.
Algo le consuela, ella no está condenada a vivir siempre rodeada, como lo están otras muchas compañeras, A puede estar sola y sentirse libre en multitud de ocasiones, aunque no siempre puede elegirlas ella, es el caprichoso comportamiento de la soledad, puede perseguirte si la huyes y esconderse si la buscas. Es la más privilegiada en ese sentido, pero la más perjudicada también por ser la mas necesaria, es a ella a la que más llaman, la que debe aparecer rodeada, cada vez de diferentes letras, en la mayoría de las palabras de uso cotidiano, la que tiene que esforzarse al máximo y dar su corazón en los gritos, en las carcajadas, la que comparte con su sentida amiga Y la resignación de un suspiro y el dolor de un quejido.
En ocasiones le enorgullece su función, le gusta arreglarse para ir de mayúscula. En esos momentos se siente como una estrella, alta, poderosa, tremendamente importante; se luce, triunfa, y después, como al fin de una grandiosa fiesta, vuelve a la comodidad, a vestirse de minúscula, a su infantil redondez, a su pequeña individualidad.

Historia de un niño al que le gustaba el colegio

Historia de un niño al que le gustaba el colegio A sus 8 años Fito tenía dos amigos.

Uno era Pablo, tenía su misma edad, iba a su clase, no llevaba gafas, ni aparato, ni zapatos ortopédicos, todas las mamás decían siempre de él que era un niño riquísimo, sólo tenía un problema, y es que no sabía pronunciar la erre, por lo que todos los días al terminar las clases, tenía que quedarse a corregir su anomalía con el logopeda.

Su otro amigo era Bosquito, vivía en su mismo bloque un par de plantas más arriba y su clase era la de al lado, era el que sacaba las mejores notas, y todavía le tocaba después del cole, ir los lunes y miércoles a una academia de inglés, y los martes y jueves a judo; los viernes se iba a merendar a casa de Fito hasta que su padre le iba a recoger tras salir de trabajar; se pasaba la semana deseando que llegara el viernes; no tenía madre, Fito no sabía porqué, aunque lo había preguntado muchas veces, pero siempre había obtenido de su madre un no te metas en los asuntos de los demás, y del propio Bosquito diferentes excusas que hacían sentir incómodos a ambos.

Cuando Fito salía del cole, le recogía su hermana 5 años mayor que él. No se llevaba bien con ella, no compartían juguetes ni habitación, ni solían bajar al parque juntos, quizás cinco años de diferencia eran demasiados. Caminaban uno al lado del otro y en silencio los escasos tres minutos que separaban el colegio de su casa, y una vez allí, ella se ponía a ver la tele o se metía en su cuarto.

A Fito las tardes se le hacían aburridas, a veces deseaba tener deberes como su hermana; sólo muy de vez en cuando su madre le dejaba acompañarla a hacer la compra, y entonces él lo pasaba en grande, en todos los puestos del mercado le conocían, el carnicero le gastaba siempre la misma broma haciéndole creer que se había cortado un dedo cuando le empaquetaba a su madre las salchichas; el pescadero le regalaba a veces un par de caracoles, pero su madre siempre le hacía devolverlos; el pollero le asustaba con las patas de los pollos; y el panadero casi siempre tenía un caramelo para él.

Entenderéis por qué a Fito le gustaba el colegio, y odiaba el timbre que le decía “hemos acabado por hoy, hasta mañana”. Pero un día todo cambió, las horas empezaron a hacérsele muy largas y no encontraba el momento de que sonara el riiiiing: Pablo aprendió a pronunciar de una vez la erre y el padre de Bosquito encontró un trabajo con el que no obligaba a su amigo a ocupar las mejores horas del día en absurdas clases complementarias.

Tosca

Tosca María Callas interpreta el fragmento Vissi d’arte de La Tosca de Puccini; al principio suavemente, como quien comienza a contar un cuento. La acompañan tímidamente los violines, la melodía me captura, estoy dentro, la sigo, la entiendo, presiento que algo va a suceder... ella súbitamente eleva el tono de voz, la siguen los violines in crescendo, y se van sumando otros instrumentos. Ahora viene lo bueno, sí, todo el torrente de voz mostrando el carácter del personaje, los violines también parecen gritar, el resto de la orquesta se suma, pero no consiguen acallar su voz, ella puede más, quiere cantar más fuerte, quiere que todos escuchen su dolor, nos lo está contando, siento su rabia, su enojo, piensa que no se merece ese dolor, ¡derroche de sentimiento!.
Se ha desahogado, no puede luchar, esa voz que hace unos instantes gritaba desconsolada ahora se muestra rendida, los instrumentos parece que se van alejando para dejar que ella se despida pausadamente, calmándome el dolor contagiado, respiro profundamente.

Suena un claxon

Los coches del atasco han empezado a andar, y yo me he quedado con Callas, he disfrutado de esta pieza. Tengo que meter primera y avanzar unos metros. De nuevo parada, la circulación no corre. La que viene ahora es la Mamma Morta de la ópera Andrea Chenier (Giordano) ¡otra maravilla!

Pequeños tesoros

Pequeños tesoros - ¡Lara, venga, levanta y ven a desayunar!- gritó su madre desde la cocina.
- Yaaa voyyyy - respondió con pogas ganas la niña desde su cuarto.
Tras unos momentos de remoloneo, salió de su acogedora cama, tiritó un poco para pelear con el frío de su habitación, se calzó las zapatillas de peluche que le habían regalado en su último cumpleaños y se puso el uniforme del cole. Al contrario que a todas las niñas de su clase, a ella no le importaba ir con uniforme, porque éste no le obligaba a pensar cada día en qué ponerse a esas horas en las que su cabeza no quería ocuparse en otra cosa que no fuera en el último sueño.
Lara, arrastrando los pies por el pasillo, fue a encontrarse con su colacao calentito y con sus hermanos en la mesa de la cocina. Juan y Pablo eran sus nombres, y todas las mañanas desayunaban con sus clics, cada uno con los suyos, y aunque los mezclaran sobre el mantel, a la hora de irse, cada uno de ellos sabía si la moto, o la clica, o el caballo, o el sombrero que andaba suelto, era suyo o no. Lara tenía sus propios tesoros; ella no desayunaba con ningún juguete, pero tenía su propia taza de desayuno que no permitía usar a nadie más: grande, bajita, redonda y con un tacto agradable hecho ya a sus manos.
Era la hora de irse, y su padre les esperaba en el coche para ir al cole. Lara, con la mitad de su cabeza todavía dormida, fue a su habitación, y metió en su pequeño maletín de chapa con forma de "school bus", su muñeca de trapo, el termo del ratón micky con el colacao para el recreo, el paquetito de galletas preparado por su madre, los cromos repes de su colección con la lista de los tenía que conseguir para rellenar el álbum, y un trozo de hilo que usaba para fabricarse collares con pequeñas flores violetas que florecían cada marzo en los terrenos de su colegio. Cogió también su cartera, que ya había dejado preparada la tarde anterior tras hacer los deberes, con los libros, cuadernos, lápices de colores, ceras y estuche con sus bolis favoritos. Se le olvidaba el trabajo de "naturales" que había preparado marcando sobre hojas de papel la textura de las cortezas de los árboles del parque con lápices marrones de distintos tonos; lo metió con cuidado en la cartera, a pesar de que casi no cabía, y salió acompañada con lo que ese día, hasta que volviera de nuevo a casa, eran sus tesoros.