Palabras sin lacre
... Partiste un primer domingo de julio. Aún hoy mantengo
reciente el sentimiento de abandono que me abordó cuando tu
carruaje salió de la finca levantando en el aire todo aquel
polvo que terminó tras un breve instante cayendo de nuevo al
camino. No ha pasado desde entonces un sólo día sin que yo no
haya esperado la llegada de una carta o la visita de alguno
de los socios que te acompañaron en esa aventura para
transmitirme palabras tuyas, al menos una palabra tuya, tan
sólo una palabra me hubiera devuelto un mundo de alegría.
Cuando el sol hoy apenas había terminado de mostrarse por
completo, hemos recibido en la casa la visita de un caballero
que decía venir de aquellas prometedoras y engañosas tierras
que te arrancaron de mi lado. Como el más amargo de los licores,
pero con su amargor aún más exaltado por el más eficaz de los
venenos, han caido sobre mí sus frías palabras. Tras un
inexcusable descortés saludo ha preguntado si existía una
prometida de D. Leandro de Uluzaga, y viendo que ni el servicio
ni mi adorada prima que me acompaña en esta injusta soledad, ni
yo misma eramos capaces de articular palabra alguna ante tal
atropello, nos ha notificado tu fallecimiento y ha dejado sobre
mis manos un saquete de monedas, tu preciado reloj y un arrugado
papel.
Atónita por el inesperado desarrollo de tal encuentro, y sin
aceptar ninguna de las escuetas e infundadas palabras pronunciadas,
he salido atropelladamente al balcón en un intento de
ahogar tan absurda noticia con la frescura del aire del prado.
Con la respiración recuperada he abierto la nota que acompañaba
a tus pertenencias, mas mayor ha sido mi asombro cuando,
esperando reconocerte en aquella escritura, me he encontrado de
nuevo con algo ajeno. La nota iba firmada por una, a mis ojos
y oidos desconocida Dña. Adela de Granadillas, que aseguraba en su
presentación ser prometida tuya, al igual que otras tres inocentes
jovencitas que ya habían recibido la misma noticia. Ella ha
corroborado con sus letras empapadas en lágrimas la información
que me acababa de ser comunicada, tu muerte, o sería mas correcto
referirme a la muerte de un hombre a quien yo no alcanzo a
reconocer como mi prometido, Leandro. Un hombre que me pidió en
matrimonio días antes de partir en busca de fortuna, para, según
sus palabras, volver algún día junto a su amada, la mujer más bella,
agasajarla con todo cuidado y transformarla en una gran dama que
madurara viendo crecer a sus hijos y nietos.
No he sentido dolor, no he sentido pena, y no he sentido más soledad
que la que he estado sintiendo desde hace ya casi tres años. Pero sí
he sentido una pesada lástima, una aplastante lástima por mí, por tí y
por esas otras mujeres, las cuales deseo en lo más profundo de mi
alma, tampoco sufran ni sientan nada más profundo, ni más penoso, ni
más doloroso, nada más que lástima por tí.
Porque tu alma no merece más, mi amado Leandro, tu alma se fue
transformando en polvo desde el momento en que planeaste esas empresas,
siguió deshaciéndose cada día que pasaba y no me añorabas, y terminó
deshecha y hecha jirones con cada falsa palabra de amor que dedicabas
a las numerosas mujeres que han caído en la terrible desgracia de verte
y escucharte.
Por eso, hoy no siento pena, porque hoy no has muerto, porque ya llevabas
muerto demasiado tiempo, porque, que Dios me perdone, no mereces vivir en
mi corazón ni en el de ninguna de mis rivales.
Te escribo esta carta a tí, una carta sin lacre, una carta que al igual que
cada uno de los días en que mi esperanza fue engañada anhelando tu
regreso, debe finalizar incierta, sin cierre ni remate, sin lacre, sin
sello, sin despedida.
Hasta siempre, mi amado Leandro.
reciente el sentimiento de abandono que me abordó cuando tu
carruaje salió de la finca levantando en el aire todo aquel
polvo que terminó tras un breve instante cayendo de nuevo al
camino. No ha pasado desde entonces un sólo día sin que yo no
haya esperado la llegada de una carta o la visita de alguno
de los socios que te acompañaron en esa aventura para
transmitirme palabras tuyas, al menos una palabra tuya, tan
sólo una palabra me hubiera devuelto un mundo de alegría.
Cuando el sol hoy apenas había terminado de mostrarse por
completo, hemos recibido en la casa la visita de un caballero
que decía venir de aquellas prometedoras y engañosas tierras
que te arrancaron de mi lado. Como el más amargo de los licores,
pero con su amargor aún más exaltado por el más eficaz de los
venenos, han caido sobre mí sus frías palabras. Tras un
inexcusable descortés saludo ha preguntado si existía una
prometida de D. Leandro de Uluzaga, y viendo que ni el servicio
ni mi adorada prima que me acompaña en esta injusta soledad, ni
yo misma eramos capaces de articular palabra alguna ante tal
atropello, nos ha notificado tu fallecimiento y ha dejado sobre
mis manos un saquete de monedas, tu preciado reloj y un arrugado
papel.
Atónita por el inesperado desarrollo de tal encuentro, y sin
aceptar ninguna de las escuetas e infundadas palabras pronunciadas,
he salido atropelladamente al balcón en un intento de
ahogar tan absurda noticia con la frescura del aire del prado.
Con la respiración recuperada he abierto la nota que acompañaba
a tus pertenencias, mas mayor ha sido mi asombro cuando,
esperando reconocerte en aquella escritura, me he encontrado de
nuevo con algo ajeno. La nota iba firmada por una, a mis ojos
y oidos desconocida Dña. Adela de Granadillas, que aseguraba en su
presentación ser prometida tuya, al igual que otras tres inocentes
jovencitas que ya habían recibido la misma noticia. Ella ha
corroborado con sus letras empapadas en lágrimas la información
que me acababa de ser comunicada, tu muerte, o sería mas correcto
referirme a la muerte de un hombre a quien yo no alcanzo a
reconocer como mi prometido, Leandro. Un hombre que me pidió en
matrimonio días antes de partir en busca de fortuna, para, según
sus palabras, volver algún día junto a su amada, la mujer más bella,
agasajarla con todo cuidado y transformarla en una gran dama que
madurara viendo crecer a sus hijos y nietos.
No he sentido dolor, no he sentido pena, y no he sentido más soledad
que la que he estado sintiendo desde hace ya casi tres años. Pero sí
he sentido una pesada lástima, una aplastante lástima por mí, por tí y
por esas otras mujeres, las cuales deseo en lo más profundo de mi
alma, tampoco sufran ni sientan nada más profundo, ni más penoso, ni
más doloroso, nada más que lástima por tí.
Porque tu alma no merece más, mi amado Leandro, tu alma se fue
transformando en polvo desde el momento en que planeaste esas empresas,
siguió deshaciéndose cada día que pasaba y no me añorabas, y terminó
deshecha y hecha jirones con cada falsa palabra de amor que dedicabas
a las numerosas mujeres que han caído en la terrible desgracia de verte
y escucharte.
Por eso, hoy no siento pena, porque hoy no has muerto, porque ya llevabas
muerto demasiado tiempo, porque, que Dios me perdone, no mereces vivir en
mi corazón ni en el de ninguna de mis rivales.
Te escribo esta carta a tí, una carta sin lacre, una carta que al igual que
cada uno de los días en que mi esperanza fue engañada anhelando tu
regreso, debe finalizar incierta, sin cierre ni remate, sin lacre, sin
sello, sin despedida.
Hasta siempre, mi amado Leandro.