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Tres vidas tras la puerta

Tres vidas tras la puerta Un anciano encorvado cruza la sala arrastrando los pies sobre las baldosas de terrazo desgastado por las idas y venidas de la gran familia que un día habitó esa casa. Ahora sólo está él, se levanta muy temprano, como cuando tenía que salir a trabajar al campo huyendo de las peores horas de sol. Tras tomarse el descafeinado soluble que el médico del pueblo le ha recomendado desayunar a diario junto con unas galletas bajas en azúcar, sale a caminar por la antigua carretera que lleva al pinar. Allí suele recoger algunos palos con los que por las tardes talla cucharas y tenedores de cocina, y piñas para encender la estufa. En el camino de vuelta hace una parada en casa del vecino, se suelen sentar en el poyete que un día le ayudó a levantar junto a su puerta y allí hablan de todo un poco, hasta que suenan las campanas de la iglesia anunciando las doce. Tras pasar por el despacho de pan y comprar media barra, continúa hacia su casa para prepararse la comida; suele ser algo poco elaborado, mezcla unos cuantos productos de la huerta de Doña Justina con unas piezas de aguja de ternera que le compra al carnicero ambulante de los jueves. Se sienta frente al televisor para que la Primera le acompañe mientras vacía su plato de cuchara y su chato de vino. El descafeinado de la sobremesa lo toma en el bar al ritmo de las piezas de dominó al chocar contra la sufrida mesa de contrachapado. Tres partidas de dominó y una de tute, y después a casa, que siempre hay algo que arreglar porque un día le dijeron que cuando una casa está del todo terminada, entra en ella la muerte. Reforzar un estante, cambiar una bombilla, sellar una fuga de una tubería, o un grifo que gotea; y si no encuentra tareas pendientes, se dedica a alimentar su vieja navaja albaceteña con los trozos de madera que va recogiendo para fabricar los utensilios de cocina, que siempre hay alguien que le ha pedido uno. Con el telediario de Milá cena algo ligero, normalmente tomates y lechuga de su propia tierra y una fruta de Doña Justina. Se va a dormir temprano, porque mañana llegará su hijo temprano para ayudarle en algunas tareas demasiado pesadas para su espalda cruvada por tantos años y tanta sabiduría.

A las diez de la mañana se oye el motor del 4x4 que aparca frente a la casa. Bajan de él su hijo y su nieto de 10 años, que este fin de semana le ha tocado a papá. El abuelo les espera en la cocina con unas tostadas ya algo frías, les esperaba para las nueve, pero parece no importarles, las devoran untadas con mantequilla y mermelada que elabora, cómo no, Doña Justina. Les espera un día de mucho trabajo, tienen que limpiar de piedras un terreno que ha estado en reposo preparándose para el cultivo, así que cuando terminan de despachar las tostadas, salen los tres y se suben al todoterreno. La tierra en la que tienen que trabajar está a cinco minutos escasos y la conversación en el coche no pasa de las preguntas de rigor de ¿cómo éstas?, ¿qué tal en el cole, chaval? y ¿cómo te las estás apañando aquí estos días de tanto frío?. Llegan y se ponen a la faena, agacharse, levantar piedras y echarlas a la carretilla para amontonarlas en las lindes, van surgiendo nuevas conversaciones, nuevos temas. El hijo cuenta cómo podría sustituir la estufa de leña por un nuevo calentador a gasoil, que toda la gente de los pueblos lo está haciendo y que el viejo se está quedando anticuado, que él le puede ayudar, ir pidiéndole un presupuesto a alguna empresa de la ciudad y organizárselo todo. El abuelo asiente con un "ya veremos" y el nieto sigue colaborando en la metódica faena, aunque sus piedras disten mucho de ser como las que los otros dos levantan. El chaval encuentra una piedra muy peculiar: es perfectamente redonda y muy suave

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